Cuando
ocurrieron los atentados del 11-S en el 2001, no sólo fue un ataque al corazón
de uno de los países más poderosos del planeta, sino también fue el inicio de
un nuevo establishment, el comienzo
real y no cronológico del nuevo milenio y el derrumbamiento de todo lo que
hasta entonces habíamos conocido y considerado como justo, normal y necesario. Desde
aquellos atentados todo empezó a cambiar. No vivimos en un mundo mejor y con
más libertad desde entonces, sino todo lo contrario. No hemos ganado cotas de
democracia, sino que las hemos ido perdiendo y regalando a cambio de sombras.
A
la semana siguiente de aquel terrible acto de violencia que fue el 11-S, la
mayor cadena de emisoras locales de EE.UU. llegó a
distribuir una lista de canciones "poco apropiadas" que sería mejor
no radiar. Esto no significaría nada, pero en aquellos días se nos robo algo
más que la posibilidad de escuchar determinadas canciones en la radio. Aquel día
comenzamos a perder la democracia; y no porque los grupos terroristas
impusieran su ritmo, sino porque la vendimos al mejor postor a cambio de un
espejismo llamado seguridad. Desde entonces cualquier persona es un terrorista
en potencia y se nos ha inculcado que para defendernos de nosotros mismos
tenemos que dejar de ser libres para alcanzar un paraíso de seguridad al que
sólo unos pocos están llamados. Hoy la seguridad lo es todo, pero lo es
pisoteando la democracia y lo que ella significa. Hemos cambiado libertad por
seguridad y sin darnos cuenta nos hemos sumergido en una atmósfera de temor y
miedo irracional a todo lo que pueda turbar nuestra ficticia calma.
Sería
muy cómodo echar la culpa de nuestra crisis actual a un atentado terrorista que
vino desde el exterior y sucedió en otro país. La realidad es otra, pues vamos
a hacer un recorrido por varios elementos que consideramos parte integrante del
sistema democrático para desentrañar la falta de escrúpulos y de “democracia” de la que dan testimonio. No
inventaremos nada, porque lo real es ciertamente crudo siempre. Esta es la
verdad de lo que somos, o por lo menos, es una parte de la verdad que podemos
observar. Pero eso no significa que no podamos hacer nada por cambiar las
cosas, sino todo lo contrario. Metiendo el dedo en la llaga de nuestra sociedad
nos aseguramos de conocer dónde radica el problema y comenzamos a adelantar
soluciones.
Iniciamos
nuestro periplo “democrático” por el
ámbito legislativo; y lo hacemos citando el artículo 117.1 de la Constitución
española: “La justicia emana del pueblo y
se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del Poder
Judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al
imperio de la ley”. Lo único que tiene de democrático este artículo es eso
de que la justicia emana del pueblo; consecuencia inherente al otro adagio del
artículo 1 que afirma que “la soberanía
nacional reside en el pueblo español”. Lo siguiente que se afirma en el
117.1 me parece que no tiene nada de democrático e incluso nos ofrece un
tufillo a sistemas menos libres que el actual. La mera mención a un ser
superior (la figura del Rey como administrador primario de la justicia que
parece ser emana del pueblo, pero que el propio pueblo no puede administrar sin
figuras más “cualificadas”)
convertido en garante de lo que es suyo sólo por delegación indirecta, me
parece un tema muy poco democrático. Además, decir que los integrantes del
poder judicial son inamovibles me suena a “elección
divina” como en el caso de los dictadores de turno que hemos padecido o
conocido. Si algo se convierte en inamovible, se supone que en ese algo no
existe ni existirá evolución o progreso de ningún tipo.
También
pondría en duda la independencia o el imperio de la ley de que nos habla el
artículo de la Constitución. En el mundo actual no existe una independencia
absoluta, e incluso la relativa deja mucho que desear; pues de forma continua
estamos sometidos al imperio de la opinión y de lo subjetivo. No somos
conscientes de hasta dónde nuestras propias ideas y opiniones pertenecen a
nosotros o son la semilla que otros han sembrado en nuestro interior sin
nuestro consentimiento. Lo del imperio de la ley me parece una bella forma de
afirmar una utopía; puesto que la ley suele ser interpretada de distintas
formas en función de elementos atenuantes o simplemente históricos, lo que nos
ofrece una impresión de provisionalidad; además también debemos tener en cuenta
que la ley no siempre es neutra, pues en ocasiones puede más el que más tiene
por encima del que lleva la razón de la ley en su regazo.
Como vemos, ya no sólo las
leyes no son democráticas, sino que, incluso, el propio sistema judicial no
tiene demasiadas luces democráticas en su interior. Si analizamos en
profundidad muchos de los actos jurídicos que se suceden a diario podremos
corroborar lo dicho hasta ahora. Y no entro en la cuestión de la independencia
del poder judicial, pues día sí y día también, nos muestra la “independencia” truncada y manipulada de
ese poder. Quizás la problemática estribe en la falta de justicia en nuestros
días o en la pérdida de “lo justo”
como valor ético de nuestras acciones. Quizás el problema sea que el propio
poder judicial gusta de rodearse de ampulosas y rimbombantes frases huecas y de
parafernalias que nos hacen pensar en liturgias sin dios o de actos de
sacrificio en el altar de la diosa Justicia. El ciudadano medio se siente
extraño en el ámbito judicial y aquello que nos resulta incomprensible siempre
crea recelos.
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