No
por vivir en un Estado democrático podemos afirmar con contundencia que nuestra
sociedad sea democrática. Lo cotidiano nos muestra actitudes y gestos donde
afirmamos con demasiada rotundidad una forma de vida no-democrática e incluso dictatorial y déspota en muchos casos.
Intentamos a diario imponer nuestras opiniones sin tener en cuenta las ideas
del otro. Además, usamos con demasiada frecuencia la demagogia y la falacia
para combatir a nuestros contrincantes e incluso algunos se sirven de la
violencia como forma de expresión y de imposición ante los demás; armas que son
típicas de estados dictatoriales o dictaduras del proletariado.
De
tanto usar la palabra democracia hemos logrado que pierda su sentido y se
convierta en un concepto vacío. Hemos prostituido la palabra democracia
casándola con las circunstancias más peregrinas e insustanciales. Para las
nuevas generaciones la democracia se ha convertido en el nuevo absolutismo
contra el que luchar, en el sistema a derrocar. El problema es que esa lucha es
una batalla perdida, puesto que si logran derrocar la democracia, en su lugar no
sabrán situar algo distinto y nuevo sin tener que volver a recetas
del pasado que ya han mostrado su fracaso.
Nos
encontramos en una situación peligrosa: no estamos cómodos con la democracia
que nos toca vivir y no sabemos que pretendemos instalar en su lugar. El
ciudadano del siglo XXI tiene la certeza, aunque no lo diga, de que vive en una
democracia corrupta y se encuentra ante la cuestión de cómo seguir hacia
delante. Sabemos que estamos condenados a lo transitorio, pero pretendemos que
nuestra realidad sea eterna. Vivimos en una sociedad tendente a la depresión
estructural y social. La sociedad da la sensación de falta de empuje, de
creatividad, de crecimiento. Empezamos a cansarnos de mirar hacia atrás en
busca de inspiración para hacer cosas nuevas y ya no sabemos mirar hacia el
futuro con la esperanza que caracterizaba a generaciones anteriores. Estamos
saciados y hartos de nosotros mismos y nos da miedo cualquier circunstancia que
nos saque de nuestro ostracismo. El pasado nos parece obsoleto y el futuro
simplemente desolador.
Y
es en esta realidad donde la democracia se deja contagiar del pesimismo actual
que nos paraliza y nos impide caminar con libertad. Quizás el problema no sea
la democracia sino los demócratas. Quizás la solución pase por destruir todo
pasado para poder crear un futuro sin ataduras ni prejuicios. Quizás la
democracia ya ha ofrecido todo lo que podía dar. Quizás nos toca remar sin
remos hacia no sabemos dónde. Quizás….
Son
muchas las cuestiones que nos hacemos en la actualidad, pero surgen muy pocas
respuestas con el mérito de ser tenidas en cuenta. Caminamos como pollo sin
cabeza; y no es que necesitemos la voz de un comité de expertos o la visión
preclara de un gurú para iluminarnos el
camino. En las últimas décadas hemos pasado del “sólo sirve lo que la mayoría considera válido” al “todo vale y a cualquier precio”. Nos
hemos acostumbrado a tal cantidad de despropósitos que ya todo nos parece
normal. Somos capaces de atacar al que intenta hacer las cosas bien y enaltecer
al cantamañanas de turno que sin ningún tipo de mérito ni sacrificio está en el
candelero gracias a los medios de comunicación actual. Lo que antes era “lo más sagrado” hoy es estiércol
pisoteado. Lo que antaño era “intocable”,
hoy ya ni es. Parece que de tanta modernidad (postmodernidad le llaman
algunos), hemos ido olvidando lo principal y hoy nos encontramos rodeados de
una multitud de elementos accesorios que no ofrecen sentido a nada de lo que
hacemos o vivimos. Nuestras vidas han quedado supeditadas a la supervivencia
pura y dura. Nunca como hasta ahora el hombre ha sido un lobo para el hombre.
Nunca como en la actualidad la ciudad ha sido una selva donde sólo sobrevive el
más fuerte. Nuestro presente es cada día más difícil y la vida se torna a cada
paso más triste e insufrible.
Ante
esta situación le toca a la democracia dar la cara y ofrecer respuestas, ser un
lugar de encuentro y un punto de apoyo. Pero nos olvidamos que la propia
estructura democrática se nutre de la sociedad actual. No existen seres
impolutos viviendo sin contaminarse con la realidad. Ni tampoco existe el
redentor que carga con todos los males para purificar la existencia de la
sociedad. No busquemos milagros, porque no aparecerán. La democracia es hija de
la historia y no puede hacer nada que no reciba de esa misma realidad
histórica. El aquí y ahora marcan el ritmo de nuestra realidad. La democracia
que tenemos es fruto de lo que somos y la democracia que tendremos será fruto
de nuestro trabajo y el de las generaciones venideras. No podemos echar la
culpa a los demás (a los políticos, a los medios de comunicación, a la economía
y sus azares, etc.), sino que debemos asumir con responsabilidad y consecuencia
nuestros propios actos dentro del acontecer democrático y de la evolución
democrática. La democracia no es una esencia exterior que nos viene impuesta,
es una realidad que debemos construir día tras día, generación tras generación,
para su crecimiento y evolución. En el momento en que la democracia no crezca
se morirá y ocuparán su lugar espejismos y fantasmas del pasado que
probablemente regresen. Es necesario pararse un momento para mirar hacia dónde
vamos; porque igual nos encaminamos sin darnos cuenta hacia una meta que no
ansiamos. Demasiadas causas y azares han decidido por nosotros hasta ahora; ha
llegado el momento de tomar nuestra libertad en las manos y aventurarse a
cambiar las cosas de una forma más humana, más sencilla, más democrática.